martes, 30 de junio de 2009

Comentario sobre "El idioma de los argentinos" - Aguafuertes porteñas - Roberto Arlt

Este artículo es muy interesante y abre puertas para debatir y analizar algo tan complejo como nuestro idioma. Es muy común escuchar que nosotros no hablamos español o castellano sino "argentino"; ya que, con el correr de los años, modificamos nuestro lenguaje y agregamos expresiones propias.
Con la influencia de los gauchos,de los inmigrantes (tanto europeos, "gringos y tanos", como asiáticos, "rusos, árabes, turcos"), de la época del tango y de la nueva globalización los argentinos creamos nuestro propio idioma que, como dice Arlt, está en permanente evolución.
El escritor critica a los eruditos del lenguaje diciendo que la gente no le presta atención ni le interesa el correcto uso del idioma. Cree que es una tontería, y que no tiene ninguna utilidad significativa en la vida cotidiana.
A mi modo de ver, no es necesario que las personas hablen en su casa o con sus amigos tal como dice la Real Academia Española. La deformación del idioma es algo inevitable y, creo yo, incontrolable para los humanos. Pedirle a un argentino que no diga "che" es como prohibirle que tome mate o que haga asado los domingos. Es parte de nuestra cultura, de nuestras costumbres. Pero también pienso que debemos conocer y aprender nuestra lengua correctamente ya que, aunque no la usemos con los amigos, es necesaria en los estudios, en el trabajo, para dar un discurso en público, para poder entender un texto complejo, para relacionarse con personas intelectuales, directivos, etc.
Si logramos balancear el uso del "lenguaje correcto" con el "informal", las "palabras apropiadas" con las "malas palabras" (que según Fontanarrosa no son malas) podremos desenvolvernos con tranquilidad en diferentes ámbitos. Eso sí: siempre debemos tener en cuenta que, como muchas otras cosas, el lenguaje muestra gran parte de nuestra personalidad e inteligencia.

Aldana Agrano - 4º "A" Humanidades.

viernes, 26 de junio de 2009

Conversaciones de Ladrones

A veces, cuando estoy aburrido, y me acuerdo de que en un café que conozco se reúnen algunos señores que trabajan de ladrones, me encami­no hacia allí para escuchar historias interesantes.
Porque no hay gente más aficionada a las historias que los ladrones.
¿Este hábito provendrá de la cárcel? Como es
lógico, yo nunca he pedido determinadas informaciones a esta gente que sabe que escribo, y que no tengo nada que ver con la policía. Además que el ladrón no gusta de ser preguntado. En cuanto se le pregunta algo, tuerce el gesto como si se encontrara frente a un auxiliar y en el despacho de una comisaría. Yo no sé si muchos de ustedes han leído Cuentos de un soñador, de Lord Dunsany. Lord Dunsany tiene, entre sus relatos maravillosos, uno que me parece viene a cuento. Es la historia de un grupo de vagabundos. Cada uno de ellos cuenta una aventura. Todos lloran menos el narrador. Terminado el relato, el narrador se incorpora al círculo de oyentes; otro, a su vez, reanuda una nueva novela que hace llorar también al reciente narrador.
Bueno; el caso es que entre los ladrones ocurre lo mismo. Siempre es a la una o a las dos de la madrugada. Cuando, por A o por B, no tie­nen que trabajar, es casi siempre en un período de vida en que anuncian un formal propósito de vivir decentemente. Aquí ocurre algo extraño. Cuando un ladrón anuncia su propósito de vivir decentemente, lo prime­ro que hace es solicitar que le "levanten la vigilancia". En este intervalo de vacaciones prepara el plan de un "golpe" sorprendente. La policía lo sabe; pero la policía necesita de la existencia del ladrón; necesita que ca­da año se arroje una nueva hornada de ladrones sobre la ciudad, porque si no su existencia no se justificaría.
En dicho intervalo, el ladrón frecuenta el café. Se reúne con otros amigos.
Es después de cenar. Juega a los
naipes, a los dados o al dominó. Algunos también juegan al ajedrez.
El comisario Romayo, me enseñó una vez el cuaderno de un ladrón, en cuya casa acababa de hacer un
allanamiento. Este ladrón, que trabajaba de carrero, era un ajedrecista excelente. Tenía anotados nombres de maestros y soluciones de problemas ajedrecísticos resueltos por él. Este asaltante hablaba de Bogoljuboff y Alekhine con la misma familiaridad con que un "burrero" habla de pedigrees, aprontes y performances.
A la una o las dos de la madrugada, cuando se han aburrido de ju­gar, cuando algunos se han ido y otros acaban de llegar, se hace en torno de cualquier mesa un círculo
adusto, aburrido, canalla. Círculo silencio­so, del cual, de pronto, se escapan estas palabras:
-¿Saben? En
Olavarría lo trincaron al Japonés.
Todos los malandras levantan la cabeza. Uno dice:
-¡El Japonés! ¿Te acordás cuando yo anduve por
Bahía Blanca? Las corrimos juntos con el Japonés.
Ahora el aburrimiento se ha disuelto en los ojos, y los
cogotes se atie­san en la espera de una historia. Podría decirse que el que habló estaba esperando que cualquier frase dicha por otro le sirviera de trampolín, pa­ra lanzar las historias que envasa.
-El Japonés. ¿No era el que estuvo en...? Dicen que estuvo en el asalto con la Vieja...
Uno me mira a mí.
-Son "mulas de investigaciones". ¡Qué va estar en el asalto!
-Cierto es que si usted de noche se lo encuentra al Japonés...
-Mira che. El Japonés es como una niña, de educado.

Estalla una carcajada, y otro:
-Será como una niña, pero te lo regalo. ¿De dónde sacas que es co­mo una niña?
-Cuando yo tenía dieciséis años estuve detenido con él, en Merce­des... Era como una niña, te digo. Venían las señoras de caridad, nos mi­raban y decían: "¡Pero es posible que esos chicos sean ladrones!". Y me acuerdo que yo contestaba: "No señoritas, es un error de la policía. No­sotros somos de familia muy bien". Y el Japonés decía: "Yo quiero ir con mi mamita"... Si te digo que es como una niña.

Estallan las risas, y un ladrón me toma del brazo y me dice:
-Pero no le crea. Usted ve la
jeta que tengo yo, ¿no? Bueno. Yo soy un angelito al lado del Japonés. Pero mire: lo encuentra al Japonés un "lonyi", y de sólo verlo, raja como si viera la muerte. Y éste dice que era una niña... Yo me acuerdo de una quesería que asaltamos con el Ja­ponés... Nos llevamos como doscientos quesos en un carrito. ¡El laburo para venderlos!.... ¡Y el olor! Si se seguía la pista con solo olernos...
Otro:
-Lo que es ahora el
oficio está arruinado. Se han llenado de moco­sos batidores. Cualquier gil quiere ser ladrón.
Yo miro, reflexiono y digo:
-Efectivamente, ustedes tienen razón; ladrón no puede ser cualquiera...

-¡Pero claro! Es lo que digo yo ... Si yo me quisiera meter a escribir sus notas, no las podría hacer. ¿No?... Y así es con el "oficio". A ver; dígame, ¿cómo haría usted para robarle ahora al
patrón que está en la caja?... Vea que el cajón está abierto...
-No sé...
-¡Pero amigo! ¡Que no se diga! Vea; se acerca al mostrador y le dice al patrón: "Alcánceme esa botella de
vermouth". El patrón ladea el cuerpo para ese lado del estante. En cuanto el hombre está por retirar la botella, usted le dice: "No, esa no: la de más arriba". Como el trompa está de espalda, usted puede limpiarle la caja... ¿Se da cuenta?... -Yo me admiro convencionalmente, y el otro continúa-: ¡Oh! Eso no es na­da. Hay "trabajos" lindos... limpios... Ese del robo de la agencia Nas­si... Esa es muchachada que promete...
-¿Y el Japonés? Me acuerdo: veníamos una vez en el tren... íbamos para Santa Rosa...
Son las tres de la madrugada. Son las cuatro. Un círculo de cabe­zas... un narrador. Digase lo que se quiera, las historias de ladrones son magníficas; las historias de la cárcel... Cinco de la madrugada. Todos mi­ran sobresaltados el reloj. El mozo se acerca
somnoliento y, de pronto, en diversas direcciones, pegados casi a las paredes, elásticos como pante­ras y rápidos en la desaparición, se escurren los malandrines. Y de cinco de ellos, cuatro tienen pedido levantamiento de vigilancia. ¡Para mejor robar!...

Comentario sobre la aguarfuerte "La madre en la vida y en la novela"

Para realizar la aguafuerte "La madre en la vida y en la novela", Roberto Arlt se inspiró en los recuerdos de obras de escritores o cinematógrafos rusos como la película "La madre" de Máximo Gorki donde en una parte de su film un escuadrón de bárbaros se precipitan sobre la madre de un revolucionario ruso, y en la mayoría de sus cuentos la figura de ésta o las abuelas es luminosa y triste o en el novelista Marcel Proust que describe a la "madre" en muchas páginas de las novelas Por el camino de Swann y A la sombra de las muchachas en flor. Luego se basa también en el escritor argentino Discépolo que en sus sainetes le da una importancia extraordinaria a la madre como en Mateo o Estéfano; en las novelas Crimen y Castigo y Las etapas de la locura de Dostoievski las figuras de las madres pueden llegar a tocar el corazón del "cínico más empedernido" o en las obras de Andreiev como en Los siete ahorcados muestra a esa madre que se despide de su hijo sin poder llorar que pronto será colgado. Cuando Arlt lee estas páginas llega a comprender el dolor de vivir de todos estos hombres, porque todos ellos conocieron madres.

¿Qué belleza podría haber en una mujer anciana si no fuera esa de los ojos que, cuando están fijos en el hijo, se animan en un fulgor de juventud reflexiva y terriblemente amorosa? Mirada que va ahondándose en la pequeña conciencia y adivinando todo lo que allí ocurre. Porque está esa experiencia de la juventud que se fue y dejó recuerdos que ahora se hacen vivos en la continuidad del hijo.


Arlt con estas palabras hace referencia a que en la vida de una madre el hijo lo es todo, que debería uno adorarla como el más magnífico símbolo de la creación y que esa terrible belleza tiene que desparramarse por el mundo. Roberto fija su atención en el hombre que se ha acostumbrado a ver en su madre a una mujer vieja y afeada por el tiempo y opina que es necesario que esta visión desaparezca para poder darle a la madre un lugar en el mundo y que ocupe un puesto más hermoso, fraternal y dulce; y que esta exaltación y adoración de la madre se la debemos a los escritores rusos que cada uno en su situación triste y doliente que le tocaba vivir tenía frente a sus ojos esa visión de la mujer, que luego más tarde describen en sus páginas dadas a nuestros ojos.


Patterer Marlene, 4to Humanidades.

jueves, 25 de junio de 2009

Los tomadores de sol del Botanico.


Los tomadores de sol en el Botanico.
Roberto Arlt - en "Aguasfuertes Porteñas"


La tarde de ayer lunes fue espléndida. Sobre todo para la gente que nada tenía que
hacer. Y más aún para los tomadores de sol consuetudinarios.
Gente de principios higiénicas y naturistas, ya que se resignan atener los botines rotos
antes que perder su bañito de sol. Y después hay ciudadanos que se lamentan de que no haya
hombres de principios.. Y estudiosos. Individuos que sacrifican su bienestar personal para
estudiar botánica y sus derivados, aceptando ir con el traje hecho pedazos antes de perder tan
preciosos conocimientos.
Examinando la gente que pulula por el Jardín Botánico, uno termina por plantearse
este problema: "`
¿Por qué las ciencias naturales poseen tanta aceptación entre sujetos que tienen
catadura de vagos? ¿Par qué la gente bien vestida no se dedica, con tanto frenesí, a un estudio
semejante, saludable para el cuerpo y para el espíritu? Porque esto es indiscutible: el estudio
de la botánica engorda. No he visto a un bebedor de sol que no tenga la piel lustrosa, y un
cuerpazo bien nutrido y mejor descansado.
¡Qué aspecto, que bonhomía! ¡Qué edificación ejemplar para un señor que tenga
tendencias al misticismo! Porque, no dejarán de reconocer ustedes, que una ciencia tan infusa
como la botánica debe tener virtudes esenciales para engordar a sujetos que calzan botines
rotos.
De otro modo no se explicaría. Cierto es que el reposo debe contribuir en algo, pero
en este asunto obra o influye algún factor extraño y fundamental. Hasta los jardineros tienden
a la obesidad. El portero -los porteros están bien saciados-, los subjardineros ya han adquirido
ese aspecto de satisfacción íntima que producen las canonjías municipales, y hasta los gatos
que viven en las alturas de los pinos impresionan favorablemente por su inesperado grosor y
lustroso pelaje.
Yo creo haber aclarado el misterio. La gente que frecuenta el Jardín Botánico está
gorda por la influencia del latín.
En efecto, todos los letreros de los árboles están redactados en el idioma melifluo de
Virgilio. Al que no está acostumbrado, se le embarulla el cráneo. Pero los asiduos visitantes
de este jardín, deben estar ya acostumbrados y sufrir los beneficios de este idioma, porque he
observado lo siguiente:
Como decía, fui hasta allá ayer por la tarde. Me senté en un banco y, de pronto,
observé a dos jardineros. Con un rastrillo en la mano miraban el letrero de un árbol. Luego se
miraban entre sí y volvían a mirar el letrero. Para no interrumpir sus meditaciones mantenían
el rastrillo completamente inmóvil, de modo que no cabía duda alguna de que esa gente
ilustraba sus magníficos espíritus con el letrero escrito en el idioma del latoso Virgilio. Y el
éxtasis que tal lectura parecía producirles, debía ser infinito, ya que los dos individuos,
completamente quietos como otros tantos Budas a la sombra del árbol de la sabiduría, no
movían el rastrillo ni por broma. Tal hecho me llamó sumamente la atención y decidí continuar
mi observación. Pero, pasó una hora y yo me aburrí. El deliquio de esos pelafustanes
frente al letrero era inmenso. El rastrillo permanecía junto a ellos como si no existiera.
¿Se dan cuenta ustedes ahora de la influencia del botánico latín sobre los espíritus
superiores? Estos hombres en vez de rastrillar la tierra, como era su deber, permanecían de
brazos cruzados en honor a la ciencia, a la naturaleza y al latín. Cuando me fui, di vuelta la
cabeza. Continuaban meditando. Los rastrillos olvidados. No me extrañó de que engordaran.
Y vi numerosa gente entregada a la santa paz de lo verde. Todos meditando en los
letreros latinos que se ofrecen con profusión a la vista del público. Todos tranquilitos,
imperturbables, adormecidos, soleándose como lagartos o cocodrilos y encantados de la vida,
a pesar de que sus aspectos no denuncian millones ni mucho menos. Pero el Señor, bondadoLibrodot so con los hombres de buena voluntad, les dispensa lo que a nosotros nos ha negado: la felicidad. En cambio, esos individuos que podrían tomarse por solemnes vagos, y que puede ser que lo sean, a la sombra de los árboles empollaban su haraganería y florecían en
meditaciones de manera envidiable.
En muchos bancos, estos poltrones, hacen circulo. Y recuerdan a los sapos del campo.
Porque los sapos del campo, cuando se prende la luz y se la deja abandonada, se reúnen en
torno de ella en círculo, y permanecen como conferenciando horas enteras.
Pues en el Botánico ocurre lo mismo. Se ven círculos de vagos cosmopolitas y
silenciosos, mirándose a la cara, en las posiciones más variadas, y sin decir esta boca es mía.
Naturalmente, a la gente le da grima esta vagancia semiorganizada; pero para los que
conocen el misterio de las actitudes humanas, esto no asombra. Esa gente aprende idiomas, se
interesa por las llamadas lenguas muertas y se regocija contemplando los cartelitos de los
árboles.
¿Dónde se reúnen ahora los enamorados? ¿Han perdido el romanticismo? El caso es
que en el Botánico lo que más escasean son las parejas amorosas. Sólo se ve algún
matrimonio proyecto que recrea sus ojos sin perjudicar sus rentas, ya que para distraerse
recorren los senderos solitarios, separados uno de otro medio metro.
En definitiva, no sé si porque era lunes, o porque la gente ha encontrado otros lugares
de distracción, el caso es que el Jardín Botánico ofrece un aspecto de desolación que espanta.
Y lo único noble, son los árboles... los árboles que envejecen apartándose de los hombres
para recoger el cielo entre sus brazos.

Padres Negreros


He sido testigo de una escena que me parece digna de relatarse.
Un amigo y yo solemos concurrir a un café que atiende el propietario del mismo, su mujer y dos hijos. De los hijos, el mayor tendrá nueve años, el menor, siete. Mas los mocosos se desempeñan como mozos auténticos, y no hay nada que decir del servicio, como no ser que en los intervalos las criaturas aprovechan para hacer pavadas, que, gracias al diablo, al padre y a la madre, ni tiempo de hacer macanas dignas de su edad tienen.
¿Qué macanas? Trabajar. Hay que ver al padre. Tiene cara meliflua y es de esos hombres que castigan a los hijos con una correa, mientras les dicen despacito al oído: "Cuidado con gritar, ¿eh?, que si no te mato". Y lo más grave es que no los matan, sino que los dejan moribundos a lonjazos.
La madre es una mujer gorda, ceño acentuado, bigotes, brazos de jamón y ojos que vigilan el centavo con más prolijidad que si el centavo fuera un millón. Hombre y mujer se llevan admirablemente. Os recuerdan el matrimonio Thenardier, el posadero que decía: "Al viajero hay que cobrarle hasta las moscas que su perro se come". No piensan nada más que en el maldito dinero. Habría que encerrarlos en una pieza llena de discos de oro y dejarlos morir de hambre allí dentro.
Mi amigo suele dejar varias monedas de propina. No es pobre. Bueno: yo creo que el chico que nos servía cometió la imprudencia de decirle al padre eso, porque ayer, cuando nos sentamos, nos sirvió el mocoso, pero en el momento de levantarnos y dejar paga la consumición, preciso instante en que el chico venía para recoger las monedas, el padre, que vigilaba un gato o una paloma distraída, el padre se precipitó, le dio una orden al chico, y, ¡fíjese bien!, sin contar el dinero, para ver si estaba o no justo el pago de la consumición, se lo echó al bolsillo. El chico miró lastimeramente en nuestra dirección.
Mi amigo vaciló. Quería dejar una propina para el mocito; y entonces yo le dije:
–No. No hay que hacer eso. Dejá que el chico juzgue al padre. Si vos le dejás propina, la impresión penosa que tuvo se borra inmediatamente. En cambio, si no le dejás propina, no se olvidará nunca de que el padre le "robó" por prepotencia dos moneditas que él sabe perfectamente estaban allí para él. Es necesario que los hijos juzguen a sus padres. ¿Pensás que las injusticias se olvidan? Algún día, ese chico que no ha tenido infancia, que no ha tenido juegos apropiados a su edad, que fue puesto a trabajar en cuanto pudo servir al prójimo, algún día el chico ese odiará al padre por toda la explotación inicua de que lo hizo víctima.
Luego nos separamos; pero me quedé pensando en el asunto.
Recuerdo que otra mañana encontré en una calle de Palermo a un carnicero gigantesco que entregaba una canasta bastante cargada de carne a un chico hijo suyo, que no tendría más de siete años de edad. El chico caminaba completamente torcido, y la gente (¡es tan estúpida!) sonreía; y el padre también. En fin, el hombre estaba orgulloso de tener en su familia, tan temprano, un burro de carga, y sus prójimos, tan bestias como él, sonreían, como diciendo:
–¡Vean, tan criatura y ya se gana el pan que come!
Pensé hacer una nota con el asunto; luego otros temas me hicieron olvidarlo, hasta que el otro acto me lo recordó.
Cabe preguntarse ahora, si estos son padres e hijos, o qué es lo que son. Yo he observado que en este país, y sobre todo entre las familias extranjeras, el hijo es considerado como un animal de carga. En cuanto tiene uso de razón o fuerzas "lo colocan". El chico trabaja y los padres cobran. Si se les dice algo al respecto, la única disculpa que tienen estos canallas es:
–Y... ¡hay que aprovechar mientras que son chicos! Porque cuando son grandes se casan y ya no se acuerdan más del padre que les dio la vida (Como si ellos hubieran pedido antes de ser que les dieran la vida).
Y cuando son chicos se les hace trabajar porque alguna vez serán grandes; y cuando son grandes, tienen que trabajar, porque si no ¡se mueren de hambre!...
Por lo general, el chico trabaja. Se acostumbra a agachar el lomo. Entrega la quincena íntegra, con rabia, con odio. En cuanto hace el servicio militar, se casa y no quiere saber nada con "los viejos". Los detesta. Ellos le agriaron la infancia. El no lo sabe, pero los detesta, inconscientemente.
Vaya usted y converse con esos centenares de muchachos trabajadores. Todos le dirán lo mismo: "Desde que yo era un purrete, me metieron al yugo". Hay padres que han explotado bárbaramente a los hijos. Y los que hicieron una fortuna no les importa un ardite el odio de los hijos. Dicen: "Tenemos plata y nos respetarán".
Hay casos curiosos. Conozco el de un colchonero que posee diez o quince casas. Es rico hasta decir basta. El hijo se desgarró. Ahora es un borrachín. A veces, cuando está en curda, asoma la cabeza entre los colchones y le grita al padre, que está cardando lana:
–¡Cuando revientes, con tu plata los voy a vestir de colorado a todos los borrachos de Flores! Y las casitas, ¡las vamos a convertir en vino!
Se explican estas monstruosidades. ¡Claro! La relación entre estos padres e hijos ha sido mucho más agria que entre un patrón exigente y un operario necesitado. Y estos hijos están deseando que "reviente" el padre para malgastar en un año de haraganería la fortuna que él acumuló en cincuenta de trabajo odioso, implacable, tacaño.

Comentario del texto...

miércoles, 24 de junio de 2009

¿Por qué "aguafuetes porteñas"?


Para todos aquellos que estaban tan intrigados como yo acerca del titulo del libro de Roberto Arlt:
“Aguafuertes porteñas” que alude al conocido arte del grabado,
especialmente a la “técnica agresiva y multitudinaria del grabador Facio
Hebequer
que lo fascina y con la que Arlt se identifica de manera explícita:
‘Nada de colores, tinta y carbón’”.





Fuentes: Aguafuertes Porteñas: Tradición y traición de un genero.

Autor: Federico Albelo Bazán

Ventanas iluminadas


La otra noche me decía el amigo Feilberg, que es el coleccionista de las historias más raras que conozco:
-¿Usted no se ha fijado en las ventanas iluminadas a las tres de la mañana? Vea, allí tiene argumento para una nota curiosa.
Y de inmediato se internó en los recovecos de una historia que no hubiera despreciado Villiers de L'Isle Adam o Barbey de Aurevilly o el barbudo de Horacio Quiroga. Una historia magnífica relacionada con una ventana iluminada a las tres de la: mañana.
Naturalmente, pensando después en las palabras de este amigo, llegué a la conclusión de que tenía razón, y no me extrañaría que don Ramón Gómez de la Serna hubiera utilizado este argumento para una de sus geniales greguerías.
Ciertamente, no hay nada más llamativo en el cubo negro de la noche que ese rectángulo de luz amarilla, situado en una altura, entre el prodigio de las chimeneas bizcas y las nubes que van pasando por encima de la ciudad, barridas como por un viento de maleficio.
¿Qué es lo que ocurre allí? ¿Cuántos crímenes se hubieran evitado si en ese momento en que la ventana se ilumina, hubiera subido a espiar ; un hombre?
¿Quiénes están allí adentro? ¿Jugadores, ladrones, suicidas, enfermos? ¿Nace o muere alguien en ese lugar?
En el cubo negro de la noche, la ventana iluminada, como un ojo, vigila las azoteas y hace levantar la cabeza de los trasnochadores que de pronto se quedan mirando aquello con una curiosidad más poderosa que el cansancio.
Porque ya es la ventana de una buhardilla, una de esas ventanas de madera deshechas por el sol, ya es una ventana de hierro, cubierta de cortinados, y que entre los visillos y las persianas deja entrever unas rayas de luz. Y luego la sombra, el vigilante Ve se pasea abajo, los hombres que pasan de mal talante pensando en los líos que tendrán que solventar con sus respetables esposas, mientras que la ventana iluminada, falsa como mula bichoca, ofrece un refugio temporal, insinúa un escondite contra el aguacero de estupidez que se descarga sobre la ciudad en los tranvías retardados y crujientes.
Frecuentemente, esas piezas son parte integral de una casa de pensión, y no se reúnen en ellas ni asesinos ni suicidas, sino buenos muchachos que pasan el tiempo conversando mientras se calienta el agua para tomar mate.
Porque es curioso. Todo hombre que ha traspuesto la una de la madrugada, considera la noche tan perdida, que ya es preferible pasarla de pie, conversando con un buen amigo. Es después del café; de las rondas por los cafetines turbios. Y juntos se encaminan para la pieza, donde, fatalmente, el que no la ocupa se recostará sobre la cama del amigo, mientras que el otro, cachazudamente, le prende fuego al calentador para preparar el agua para el mate.
Y mientras que sorben, charlan. Son las charlas interminables de las tres de la madrugada, las charlas de los hombres que, sintiendo cansado el cuerpo, analizan los hechos del día con esa especie de fiebre lúcida y sin temperatura, que en la vigilia deja en las ideas una lucidez de delirio.
Y el silencio que sube desde la calle, hace más lentas, más profundas, más deseadas las palabras.
Esa es la ventana cordial, que desde la calle mira el agente de la esquina, sabiendo que los que la ocupan son dos estudiantes eternos resolviendo un problema de metafísica del amor o recordando en confidencia hechos que no se pueden embuchar toda la noche.
Hay otra ventana que es tan cordial como ésta, y es la ventana del paisaje del bar tirolés.
En todos los bares "imitación Munich" un pintor humorista y genial ha pintado unas escenas de burgos tiroleses o suizos. En todas estas escenas aparecen ciudades con tejados y torres y vigas, con calles torcidas, con faroles cuyos pedestales se retuercen como una culebra, y abrazados a ellos, fantásticos tudescos con medias verdes de turistas y un sombrerito jovial, con la indispensable pluma. Estos borrachos simpáticos, de cuyos bolsillos escapan golletes de botellas, miran con mirada lacrimosa a una señora obesa, apoyada en la ventana, cubierta de un extraordinario camisón, con cofia blanca, y que enarbola un tremendo garrote desde la altura.
La obesa señora de la ventana de las tres de la madrugada, tiene el semblante de un carnicero, mientras que su cónyuge, con las piernas de alambre retorcido en torno del farol, trata de dulcificar a la poco amable "frau".
Pero la "frau" es inexorable como un beduino. Le dará una paliza a su marido.
La ventana triste de las tres de la madrugada, es la ventana del pobre, la ventana de esos conventillos de tres pisos, y que, de pronto, al iluminarse bruscamente, lanza su resplandor en la noche como un quejido de angustia, un llamado de socorro. Sin saber por qué se adivina, tras el súbito encendimiento, a un hombre que salta de la cama despavorido, a una madre que se inclina atormentada de sueño sobre una cuna; se adivina ese inesperado dolor de muelas que ha estallado en medio del sueño y que trastornará a un pobre diablo hasta el amanecer tras de las cortinas raídas de tanto usadas.
Ventana iluminada de las tres de la madrugada. Si se pudiera escribir todo lo que se oculta tras de tus vidrios biselados o rotos, se escribiría el más angustioso poema que conoce la humanidad. Inventores, rateros, poetas, jugadores, moribundos, triunfadores que no pueden dormir de alegría. Cada ventana iluminada en la noche crecida, es una historia que aún no se ha escrito.

Amor en el parque Rivadavia


Si me lo cuentan no lo creo. En serio, no hubiera creído.
Si yo no fuera Roberto Arlt, y leyera esta nota, tampoco creería.
Y sin embargo, es cierto.
¿Cómo empezaré? Diciendo que la otra tarde, “una hermosa tarde”… Pero sería inexacto porque una “hermosa tarde” no puede ser aquella en la que ha llovido. Tampoco era de tarde sino de noche, bien anochecido, las ocho.
Como contaba, había llovido. Llovió un rato, lo suficiente para lavar los bancos, humedecer la tierra y dejar los caminos de las plazas en estado pastoso.
Más aún: llovió de tal manera que si usted se fijaba en los bancos de las plazas, comprobaba que conservaban frescas manchas de agua. No había banco que no estuviera mojado.
Eran las ocho de la noche y yo cruzaba el Parque Rivadavia. No iba triste ni alegre, sino tranquilo y sereno como un ciudadano virtuoso. Alguna que otra pareja se cruzaba en mi camino y yo aspiraba el olor a los eucaliptos que flotaba en el aire embalsamándolo dulcemente, o mejor dicho acremente, pues el olor de los eucaliptos deriva del alquitrán que contienen, y el olor del alquitrán no es dulzón sino amargo.
Como decía, iba cruzando el parque, hecho un santito. Las manos sumergidas en los bolsillos del perramús, y los ojos atentos.
Y de pronto… (Aquí llegamos y por eso me retardo en llegar). De pronto, en una alameda que corre de Este a Oeste, y llena de bancos en los que los focos revelaban frescas manchas de agua, ví parejas compuestas de seres humanos de distintos sexo, conversando (esto de conversar es una metáfora) muy liadas. ¿Se dan cuenta ustedes? No sólo no sentían el fresco ambiente, sino que eran hasta insensibles al agua sobre la cual estaban sentados.
Yo me hacía cruces, y me decía: “No, no es posible… ¿Quién me va a creer esto? No es posible”.
Y como un ingenuo, acercaba mi nariz a los bancos, los miraba y los veía, mojados a tal punto que, con perramús y todo, yo no me hubiera sentado allí. Y las parejas, como si tal cosa… Cualquiera hubiera dicho que en vez de estar diciéndose ternezas sobre una dura madera mojada, reposaban en cojines de Persia rellenos de plumas de grulla rosada.
Y no era una pareja. Eran muchas, pero muchas parejas, igualmente insensibles a la humedad e igualmente laboriosas en eso de demostrarse que se querían.
Algunas permanecían en un silencio comatoso, otras, cuando yo me acercaba, se apresuraban a gesticular como si discutieran temas de vital interés. En fin, terminé de cruzar el parque, consternado y admirado, pues ignoraba que el amor, como un hidrófugo cualquiera, impermeabiliza las ropas de los que se sentaban en bancos mojados. La otra noche vuelvo a pasar por el parque Rivadavia. Hecho un santito, con las manos sumergidas en el bolsillo del perramús y los ojos atentos. No llovía, pero había, en cambio, una humedad de mil demonios, si mil demonios pueden ser húmedos. Tanta humedad, que la humedad se distinguía flotando en el aire bajo la forma de neblina. Eran las ocho de la noche, hora en que los ciudadanos virtuosos se dirigen a sus casas para embodegar un plato de sopa bien caliente. Y yo cruzaba el parque pensando que bien me había ganado un plato de sopa y otro de estofado, pues tenía frío y sentía debilidad. A diez metros de distancia apenas si se distinguía a un cristiano o a una cristiana. Tan espesa era la neblina. Y yo pensaba: “Heme aquí, en el lugar más adecuado para pescarme una bronconeumonía o, cuando menos, una pulmonía doble. No hablemos de gripe, porque de solo poner las narices por aquí uno se hace acreedor de ella”. Iba entregado a estos pensamientos asépticos o bacilosos, cuando llegué a la alameda que corre de Este a Oeste. Esa, la misma, la de los bancos. ¿Querrán creerme ustedes? Desafiando las bronconeumonías, las pulmonías dobles y simples, las gripes, los resfríos, las pleuresías secas y húmedas, y cuanta peste pueda relacionarse con las vías respiratorias, innumerables parejas de niños y señoritas, jóvenes y caballeros, se arrullaban de dos en dos bajo las ramas de los árboles, que goteaban lagrimones diamantinos. Juro que sería criminal no confesar que se arrullaban tiernamente. En la neblina, bajo los árboles goteadores. “Ya ni en la paz de los sepulcros creo”. No creo en los efectos de la lluvia, de la neblina, del viento, del frío ni del diablo. No creo en la paz ni en la soledad de nada. Siempre y siempre que me he dirigido a un sitio solitario y oscuro, a un paraje que desde afuera hacía pensar en la soledad del desierto, siempre he encontrado allí una muchedumbre. De manera que me inclino a creer que la única soledad posible es aquella que se produce en un agujero de tierra en cuyo fondo dejaron un cajón… ni en esa se puede creer. De cualquier manera, he aprendido algo: que el que quiere soledad que la busque dentro de sí mismo, y que no importune a las parejas, que por tener la convicción de su amor, se quieren al aire libre y a la luz de una o varias lunas de arco voltaico.

Agufuertes Porteñas: "La terrible sinceridad"


Me escribe un lector:

"Le ruego me conteste, muy sinceramente, de que forma debe vivir uno para ser feliz"

Estimado señor: Si yo pudiera contestarle, seria o humorísticamente, de qué modo debe vivirse para ser feliz, en vez de estar pergeñando notas, sería, quizá, el hombre mas rico de la tierra, vendiendo, únicamente a diez centavos , la fórmula para vivir dichoso. Ya ve qué disparate me pregunta.

Creo que hay una forma de vivir en relación con los semejantes y consigo mismo, que si no concede la felicidad, le proporciona al individuo que la practica una especie de poder mágico de dominio sobre sus semejantes: es la sinceridad.

Ser sincero con todos, y más todavía consigo mismo, aunque se perjudique. Aunque se rompa el alma sangrando. Esta no es una fórmula para vivir feliz; creo que no, pero sí lo es para tener fuerzas y examinar el contenido de la vida, cuyas apariencias nos marean y engañan de continuo.

No mire lo que hacen los demás. No se le importe un pepino de lo que opine el prójimo. Sea usted, usted mismo sobre todas las cosa, sobre el bien y sobre el mal, sobre el placer y sobre el dolor, sobre la vida y la muerte. Usted y usted. Nada más. Y será fuerte como un demonio entonces. Fuerte a pesar de todos y contra todos. No importe que la pena lo haga dar la cabeza contra la pared. Interróguese siempre, en el peor minuto de su vida, lo siguiente:

-¿Soy sincero conmigo mismo?

Y si el corazón le dice que sí, y tiene que tirarse a un pozo, tírese con confianza. Siendo sincero no se va a matar. Esté segurísimo de eso. No se va a matar, porque no se puede matar. La vida, la misteriosa vida que rige nuestra existencia, impedirá que usted se mate tirándose al pozo. La vida, providencialmente, colocará, un metro antes de que usted llegue al fondo, un clavo donde se engancharan sus ropas, y... usted se salvará.

Me dirá usted: "¿Y si los otros no comprenden que soy sincero?"¡Qué se le importa a usted los otros! La tierra y la vida tienen tantos caminos con alturas distintas, que nadie puede ver a más distancia de la que dan sus ojos. Aunque suba a una montaña, no verá un centímetro más lejos de lo que permita su vista. Pero, escúcheme bien; el día en que los que lo rodean se den cuenta de que usted va por un camino no trillado, pero que marchará guiado por la sinceridad, ese día lo miraran con asombro, luego con curiosidad. Y el día en que usted, con la fuerza de su sinceridad, les demuestre cuantos poderes tiene entre sus manos, ese día serán sus esclavos espirituales, créalo.

Me dirá usted:-¿Y si me equivoco? No tiene importancia. Uno se equivoca cuando tiene que equivocarse. Ni un minuto antes ni un minuto después. ¿Por qué? Porque así lo ha dispuesto la vida, esa fuerza misteriosa. Si usted se ha equivocado sinceramente, lo perdonarán, o no lo perdonarán. Interesa poco. Usted sigue su camino. Contra viento y marea. Contra todos, si es necesario ir contra todos. Y créame: llegará un momento en que usted se sentirá tan fuerte, que la vida y la muerte se convertirán en dos juguetes entre sus manos. Así, como suena. Vida. Muerte. Usted va a mirar esa taba que tiene tal reverso, y de una pata la va a tirar lejos de usted. ¿Qué le importan los nombres, si usted, con su fuerza, está más allá de los nombres?

La sinceridad tiene un doble fondo curioso. No modifica la naturaleza intrínseca del que la práctica, y si le concede una especie de doble vista, sensibilidad curiosa, y que le permite percibir la mentira, y no solo la mentira, sino los sentimientos del que esta a su lado.

Hay una frase de Goethe, respecto a este estado que vale en Perú. Dice:

"Tu que me has metido en este dédalo, tu me sacaras de él"

Es lo que anteriormente le decía.

La sinceridad provoca en el que la practica lealmente, una serie de fuerzas violentas. Estas fuerzas solo se muestran cuando tiene que producirse eso de: "Tú que me has metido en este dédalo, tu me sacarás". Y si usted es sincero, va a percibir la voz de estas fuerzas. Ellas lo arrastraran, quizá, a ejecutar actos absurdos. No importa. Usted los realiza. ¿Qué se quedará sangrando? ¡Y es claro! Todo cuesta en esta tierra, la vida no regala nada, absolutamente. Todo hay que comprarlo con libras de carne y sangre.

Y de pronto, descubrirá algo que no es la felicidad, sino un equivalente a ella. La emoción. La terrible emoción de jugarse la piel y la felicidad. No en el naipe, sino convirtiéndose usted en una especie de emocionado naipe humano que busca la felicidad, desesperadamente, mediante las combinaciones más extraordinarias, más inesperadas. ¿O qué se cree usted? ¿Qué es uno de esos millonarios norteamericanos, ayer vendedores de diario, más tarde carboneros, luego dueños de circos, y sucesivamente periodistas, vendedores de automóviles, hasta que un golpe de fortuna lo sitúa en el lugar que inevitablemente deben estar?

Esos hombres se convirtieron en multimillonarios porque querían ser eso. Con eso sabían que realizaban la felicidad de su vida. Pero piense usted en todo lo que se jugaron para ser felices. Y mientras no se producía lo efectivo, la emoción, que derivaba de cada jugada, los hacía más fuertes. ¿Se da cuenta?

Vea amigo: hágase una base de sinceridad y sobre esa cuerda floja o tensa cruce el abismo de la vida, con su verdad en la mano, y va a triunfar. No hay nadie, absolutamente nadie que pueda hacerlo caer. Y hasta los que hoy le tiran piedras, se acercarán a usted para sonreírle tímidamente. Créalo, amigo un hombre sincero es tan fuerte que solo él puede reírse y apiadarse de todo.


"Sobre la simpatía humana"

Sobre la simpatía humana - Roberto Arlt - en "Aguafuertes Porteñas"


Usted camina por la calle, y todas las personas son aparentemente iguales. Pero dicha gente se pone en contacto con usted y, de pronto, siente que se desconcierta, que la vida de los prójimos es tan complicada como puede serlo la suya, que de continuo, en todas direcciones, hay espíritus que lanzan a toda hora su S.O.S. Escribo esto porque hoy me he quedado caviloso frente a un montón de cartas que he recibido.
Cuando un autor comienza a recibir cartas, no encuentra diferencia entre una y otra. Todas son cartas. Luego, cuando se acostumbra, esta correspondencia va adquiriendo una faz completamente personal. El autor pierde su vanidad, y en cada carta encuentra un tipo interesante de hombre, de mujer, de alma...
Hay lectores, por ejemplo, que le escriben a uno cartas de cuatro, cinco, siete, nueve carillas. Usted se desconcierta. Se dice: ¿Cómo, este hombre se ha molestado en perder tanto tiempo en hablarle a uno por escrito? No se trata de un hombre que escribe por escribir, no. Es un individuo que tienen cosas que decirle, un espíritu que va a través de la vida pensando cosas.
Yo he recibido cartas curiosas. En algunas se me plantean casos terribles de conciencia, actitudes a asumir frente a la vida, destinos a cortar o reanudar. En otras cartas sólo he recibido una muestra desinteresada y bellísima de simpatía. Son las que más me han conmovido. Gente que no tenía nada qué decirme en especial, como no fuera la cordialidad con que seguían mi esfuerzo cotidiano. Alguien podrá decirme por qué me preocupa esto. Pero así como yo no puedo dejar de escribir sobre un hermoso libro, tampoco puedo dejar de hablar de gente distante que no conozco y que, con pluma ágil a veces, o mano torpe otras, se sienta a escribirme para enviarme su ayuda espiritual.
He abierto una carta de nueve carillas. El autor ha tardado una hora en escribirla, por lo menos. Me he detenido en la carta de una muchacha, que cada quince días me envía unas líneas. No tendrá nada que hacer, o de qué modo se aburrirá para escribirme sincrónicamente sus pensamientos de este modo tan matemático. Rompo el sobre de otra, es una esquela que parece escrita con pincel, letra de hombre que manejaría con más habilidad un martillo o un pincel que la pluma. Me envía sus palabras sencillas con una amistad tan fuerte que quisiera estrecharle la mano. Luego un fino sobre marrón; un encabezamiento: "Mar del Plata". Me hablan de mi novela; después, dos cartas escritas a máquina; una dactilógrafa y un muchacho, ambos deben haber aprovechado un intervalo en la oficina para comunicarse conmigo. Luego, otra con lápiz, luego, otra con un membrete de escritorio comercial, un señor que me propone hacer un distingo sobre dos estados civiles igualmente interesantes...
Y así todos los días, todos los días...
¿Quiénes son estos que le hablan a uno, que le escriben a uno, que durante un momento abandonan, desde cualquier ángulo de la ciudad y la distancia "su no existencia", y con algunas hojas de papel, con algunas líneas, le hacen sentir el misterio de la vida, lo ignoto de la distancia?...
¿Con quién habla uno? He aquí el problema. Si a uno no le escribieran nunca, quizá existiera esta preocupación: "No le intereso a la gente". Pero, estos hombres y mujeres siempre novados; estas cartas, que siempre se le acercan en su casi totalidad a vocearle su simpatía, lo inquietan a uno. Se experimenta el desconcierto de que numerosos ojos le están mirando, porque siempre que uno ha escrito una carta, y sabe que
debe haber llegado, piensa lo siguiente:
"¿Qué habrá dicho de lo que le escribí?"
Efectivamente, uno no sabe qué decir. Un lector me dice: "Le envío la presente por simpatizar con su manera de ser hacia el prójimo". Otro, me pide que me dirija al elemento obrero con mis notas. Otra, hace una parodia de la carta que me fue escrita por el "adolescente que estudiaba lógica", agregando: "dígale al dibujante que reproduzca el diseño que ilustraba esa nota, agregando a las víboras y a los sapos, un puñado de rosas".
De pronto, tengo una sensación agradable. Pienso que todos estos lectores se parecen por la identidad del impulso; pienso que el trabajo literario no es inútil, pienso que uno se equivoca cuando sólo ve maldad en sus semejantes, y que la tierra está llena de lindas almas que sólo desean mostrarse.
Cada hombre y cada mujer encierra un problema, una realidad espiritual que está circunscripta al círculo de sus conocimientos, y a veces ni a eso.
Hasta se me ocurre que podría existir un diario escrito únicamente por lectores; un diario donde cada hombre y cada mujer, pudiera exponer sus alegrías, sus desdichas, sus esperanzas.
Otras veces, me pregunto:
"¿Cuándo aparecerá, en este país, el escritor que sea para los que leen una especie de centro de relación común?
En Europa existen estos hombres. Un Barbuse, un Frank, provocan este maravilloso y terrible fenómeno de simpatía humana. Hacen que seres, hombres y mujeres, que viven bajo distintos climas, se comprendan en la distancia, porque en el escritor se reconocen iguales; iguales en sus impulsos, en sus esperanzas, en sus ideales. Y hasta se llega a esta conclusión: un escritor que sea así, no tiene nada que ver con la literatura. Está fuera de la literatura. Pero, en cambio, está con los hombres, y eso es lo necesario; estar en alma con todos, junto a todos. Y entonces se tendrá la gran alegría: saber que no se está solo.
En verdad, quedan muchas cosas hermosas, todavía, sobre la tierra.

martes, 23 de junio de 2009

LA TRAGEDIA DEL HOMBRE QUE BUSCA EMPLEO, Aguasfuertes porteñas Roberto Arlt


La persona que tenga la saludable costumbre de levantarse temprano, y salir en
tranvía a trabajar o a tomar fresco, habrá a veces observado el siguiente fenómeno:
Una puerta de casa comercial con la cortina metálica medio corrida. Frente a la
cortina metálica, y ocupando la vereda y parte de la calle, hay un racimo de gente. La
muchedumbre es variada en aspecto. Hay pequeños y grandes, sanos y lisiados. Todos tienen
un diario en la mano y conversan animadamente entre sí.
Lo primero que se le ocurre al viajante inexperto es de que allí ha ocurrido un crimen
trascendental, y siente tentaciones de ir a engrosar el número de aparentes curiosos que hacen
cola frente a la cortina metálica, mas a poco de reflexionarlo se da cuenta de que el grupo está
constituido por gente que busca empleo, y que ha acudido al llamado de un aviso. Y si es
observador y se detiene en la esquina podrá apreciar este conmovedor espectáculo.
Del interior de la casa semiblindada salen cada diez minutos individuos que tienen el
aspecto de haber sufrido una decepción, pues irónicamente miran a todos los que les rodean,
y contestando rabiosa y sintéticamente a las preguntas que les hacen, se alejan rumiando
desconsuelo. Esto no hace desmayar a los que quedan, pues, como si lo ocurrido fuera un
aliciente, comienzan a empujarse contra la cortina metálica, y a darse de puñetazos y
pisotones para ver quien entra primero. De pronto el más ágil o el más fuerte se escurre
adentro y el resto queda mirando la cortina, hasta que aparece en escena un viejo empleado
de la casa que dice:
-Pueden irse, ya hemos tomado empleado.
Esta incitación no convence a los presentes, que estirando el cogote sobre el hombro
de su compañero comienzan a desaforar desvergüenzas, y a amenazar con romper los vidrios
del comercio. Entonces, para enfriar los ánimos, por lo general un robusto portero sale con un
cubo de agua o armado de una escoba y empieza a dispersar a los amotinados. Esto no es
exageración. Ya muchas veces se han hecho denuncias semejantes en las seccionales sobre
este procedimiento expeditivo de los patrones que buscan empleados.
Los patrones arguyen que ellos en el aviso pidieron expresamente "un muchacho de
dieciséis años para hacer trabajos de escritorio", y que en vez de presentarse candidatos de
esa edad, lo hacen personas de treinta .años, y hasta cojos y jorobados. Y ello es en parte
cierto. En Buenos Aires, "el hombre que busca empleo" ha venido a constituir un tipo su¡
generis. Puede decirse que este hombre tiene el empleo de "ser hombre que busca trabajo".
El hombre que busca trabajo es frecuentemente un individuo que oscila entre los
dieciocho y veinticuatro años. No sirve para nada. No ha aprendido nada. No conoce ningún
oficio. Su única y meritoria aspiración es ser empleado. Es el tipo del empleado abstracto. El
quiere trabajar, pero trabajar sin ensuciarse las manos, trabajar en un lugar donde se use
cuello; en fin, trabajar "pero entendámonos... decentemente".
Y un buen día, día lejano, si alguna vez llega, él, el profesional de la busca de empleo,
se "ubica". Se ubica con el sueldo mínimo, pero qué le importa. Ahora podrá tener esperanzas
de jubilarse. Y desde ese día, calafateado en su rincón administrativo espera la vejez con la
paciencia de una rémora.
Lo trágico es la búsqueda del empleo en casas comerciales. La oferta ha llegado a ser
tan extraordinaria, que un comerciante de nuestra amistad nos decía:
-Uno no sabe con qué empleado quedarse. Vienen con certificados. Son inmejorables.
Comienza entonces el interrogatorio:
-¿Sabe usted escribir a máquina?
-Sí, ciento cincuenta palabras por minuto.
-¿Sabe usted taquigrafía?
-Sí, hace diez años.
-¿Sabe usted contabilidad?
-Soy contador público.
-¿Sabe usted inglés?
-Y también francés.
-¿Puede ofrecer una garantía?
-Hasta diez mil pesos de las siguientes firmas.
-¿Cuánto quiere ganar?
-Lo que ustedes acostumbran pagar.
-Y el sueldo que se les paga a esta gente -nos decía el aludido comerciante- no es
nunca superior a ciento cincuenta pesos. Doscientos pesos los gana un empleado con
antigüedad... y trescientos... trescientos es lo mítico. Y ello se debe a la oferta. Hay farmacéuticos que ganan ciento ochenta pesos y
trabajan ocho horas diarias, hay abogados que son escribientes de procuradores, procuradores
que les pagan doscientos pesos mensuales, ingenieros que no saben qué cosa hacer con el
título, doctores en química que envasan muestras de importantes droguerías. Parece mentira y
es cierto.
La interminable lista de "empleados ofrecidos" que se lee por las mañanas en los
diarios es la mejor prueba de la trágica situación por la que pasan millares y millares de
personas en nuestra ciudad. Y se pasan éstas los años buscando trabajo, gastan casi capitales
en tranvías y estampillas ofreciéndose, y nada... la ciudad está congestionada de empleados.
Y sin embargo, afuera está la llanura, están los campos, pero la gente no quiere salir afuera. Y
es claro, termina tanto por acostumbrarse a la falta de empleo que viene a constituir un
gremio, el gremio de los desocupados. Sólo les falta personería jurídica para llegar a
constituir una de las tantas sociedades originales y exóticas de las que hablará la historia del
futuro.

domingo, 21 de junio de 2009

El placer de vagabundear

EL PLACER DE VAGABUNDEAR -Roberto Arlt- en "Aguafuertes Porteñas"


Comienzo por declarar que creo que para vagabundear se necesitan excepcionales condiciones de soñador. Ya lo dijo el ilustre Macedonio Fernández: "No toda es vigilia la de los ojos abiertos".
Digo esto porque hay vagos, y vagos. Entendámonos. Entre el "crosta" de botines destartalados, pelambre mugrientosa y enjundia con más grasa que un carro de matarife , y el vagabundo bien vestido, soñador y escéptico, hay más distancia que entre la Luna y la Tierra. Salvo que ese vagabundo se llame Máximo Gorki o Jack London, o Richepin.
Ante todo, para vagar hay que estar por completo despojado de prejuicios y luego ser un poquitín escéptico, escéptico como esos perros que tienen la mirada de hambre y que cuando los llaman menean la cola, pero en vez de acercarse, se alejan, poniendo entre su cuerpo y la humanidad, una respetable distancia.
Claro está que nuestra ciudad no es de las más apropiadas para el atorrantismo sentimental, pero ¡qué se le va a hacer!
Para un ciego, de esos ciegos que tienen las orejas y los ojos bien abiertos inútilmente, nada hay para ver en Buenos Aires, pero, en cambio, ¡qué grandes, qué llenas de novedades están las calles de la ciudad para un soñador irónico y un poco despierto! ¡Cuántos dramas escondidos en las siniestras casas de departamentos! ¡Cuántas historias crueles en los semblantes de ciertas mujeres que pasan! ¡Cuánta canallada en otras caras! Porque hay semblantes que son como el mapa del infierno humano. Ojos que parecen pozos. Miradas que hacen pensar en las lluvias de fuego bíblico. Tontos que son un poema de imbecilidad. Granujas que merecerían una estatua por buscavidas. Asaltantes que meditan sus trapacerías detrás del cristal turbio, siempre turbio, de una lechería.
El profeta, ante este espectáculo, se indigna. El sociólogo construye indigestas teorías. El papanatas no ve nada y el vagabundo se regocija. Entendámonos. Se regocija ante la diversidad de tipos humanos. Sobre cada uno se puede construir un mundo. Los que llevan escritos en la frente lo que piensan, como aquellos que son más cerrados que adoquines, muestran su pequeño secreto... el secreto que los mueve a través de la vida como fantoches.
A veces lo inesperado es un hombre que piensa matarse y que lo más gentilmente posible ofrece su suicidio como un espectáculo admirable y en el cual el precio de la entrada es el terror y el compromiso en la comisaría seccional. Otras veces lo inesperado es una señora dándose de cachetadas con su vecina, mientras un coro de mocosos se prende de las polleras de las furias y el zapatero de la mitad de cuadra asoma la cabeza a la puerta de su covacha para no perder el plato.
Los extraordinarios encuentros de la calle. Las cosas que se ven. Las palabras que se escuchan. Las tragedias que se llegan a conocer. Y de pronto, la calle, la calle lisa y que parecía destinada a ser una arteria de tráfico con veredas para los hombres y calzada para las bestias y los carros, se convierte en un escaparate, mejor dicho, en un escenario grotesco y es–
pantoso donde, como en los cartones de Goya, los endemoniados, los ahorcados, los embrujados, los enloquecidos, danzan su zarabanda infernal.
Porque, en realidad, ¿qué fue Goya, sino un pintor de las calles de España? Goya, como pintor de tres aristócratas zampatortas, no interesa. Pero Goya, como animador de la canalla de Moncloa, de las brujas de Sierra Divieso, de los bigardos monstruosos, es un genio. Y un genio que da miedo.
Y todo eso lo vio vagabundeando por las calles.
La ciudad desaparece. Parece mentira, pero la ciudad desaparece para convertirse en un emporio infernal. Las tiendas, los letreros luminosos, las casas quintas, todas esas apariencias bonitas y regaladoras de los sentidos, se desvanecen para dejar flotando en el aire agriado las nervaduras del dolor universal. Y del espectador se ahuyenta el afán de viajar. Más aún: he llegado a la conclusión de que aquél que no encuentra todo el universo encerrado en las calles de su ciudad, no encontrará una calle original en ninguna de las ciudades del mundo. Y no las encontrará, porque el ciego en Buenos Aires es ciego en Madrid o Calcuta...
Recuerdo perfectamente que los manuales escolares pintan a los señores o caballeritos que callejean como futuros perdularios, pero yo he aprendido que la escuela más útil para el entendimiento es la escuela de "
la calle, escuela agria, que deja en el paladar un placer agridulce y que enseña todo aquello que los libros no dicen jamás. Porque, desgraciadamente, los libros los escriben los poetas o los tontos.

Sin embargo, aún pasará mucho tiempo antes de que la gente se dé cuenta de la utilidad de darse unos baños de multitud y de callejeo. Pero el día que lo aprendan serán más sabios, y más perfectos y más indulgentes, sobre todo. Sí, indulgentes. Porque más de una vez he pensado que la magnífica indulgencia que ha hecho eterno a Jesús, derivaba de su continua vida en la calle. Y de su comunión con los hombres buenos y malos, y con las mujeres honestas y también con las que no lo eran.

COMENTARIO

viernes, 19 de junio de 2009

Comentario del artículo: "Silla en la vereda" (Roberto Arlt)





El cuadro que acompaña este comentario se llama "silla en la vereda", es de Luis García Durán.
Se trata de un artículo muy interesante en el que el autor parte de observar la presencia, en los barrios porteños de aquella década, de sillas en la vereda. Eso es lo primero que a Arlt le llama la atención. Y agrega que es por la noche cuando aparecen.
A partir de ahí, empieza a preguntarse que funciones cumplen esas recurrentes sillas. La primera que descubre tiene que ver con las relaciones amorosas ("¿Cómo le va, vecina?" o "¿Cómo le va, Don Pascual?", dirigiéndose a un pretendido suegro.) La otra función que Arlt ve en estas sillas de vereda es la de la discusión política, donde más que nada los viejos hacen "filosofía barata". A ésas, el autor las llama "sillas conventilleras", ya que observa que no corresponden en general a casas de familia. En estas casas, en cambio, Arlt nota un cierto valor simbólico, ya que son por lo general las dueñas de casa quienes las ocupan, a estrictos "30 centímetrros" de la puerta.
sillas donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar

Todos estos datos surgen de la observación, así como de la tal vez imprudente escucha que capta no sólo aquello de lo que se está hablando, sino también cómo se dice. Ejémplo de esto es la mención de "eregoyenisme", en lugar de Yrigoyenismo.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas
conversaciones? En el Registro Civil.

Hay que decir, primero, que el autor dota a ese objeto "silla" de características humanas. Es la silla la que engrupe, la que atrapa. Y después, Arlt se dirige directamente a su lector, que "se sentó", para advertir sobre los peligros que esto acarrea. Se descubre, en esa silla, una especie de "trampa social" que casa a los jóvenes demasiado corteses.

En mi barrio, Santa Catalina, el sentarse en la vereda sigue siendo una costumbre usual. A diferencia de lo puntualizado por Arlt, acá la silla se instala más temprano. A la mediatarde ya se pueden ver algunos matrimonios, grupos de amigos y hombres o mujeres solos que preparan sus asientos y ponen en funcionamiento el infaltable mate.

La cuadra, así, termina pareciendo una especie de corsódromo, ya que quien decida pasar lo hará con espectadores a ambos lados y tendrá que saludar, como la reina de la porcelana, mientras camina. No aparece, como marca Arlt, la invitación a sentarse. Sí algún comentario amistoso (o no tanto) a la pasada.

Con respecto al valor pre-matrimonial que a la silla se le asigna en el artículo, ya las relaciones de pareja no se manejan de esa manera. Hay, aparentemente, una importante disminución del peso de la familia en la elección de novios y novias.


En una parte del artículo, Arlt hace una descripción de la escena que incluye desde las melodías que surgen del interior de las casas (Tangos y música académica por igual) hasta los chicos jugando a la pelota, pasando por los perros que se rascan las pulgas de la cola. Salvando el hecho de que hoy se escucha reggaetón, cumbia o rock, esa bien podría se la descripción de mi barrio hoy.

Silla en la vereda

Silla en la vereda - Roberto Arlt - en "Aguafuertes Porteñas"

Llegaron las noches de las sillas en la vereda; de las familias estancadas en las puertas
de sus casas; llegaron, las noches del amor sentimental de "buenas noches, vecina", el político e insinuante "¿cómo le va, don Pascual?". Y don Pascual sonrie .y se atusa los "baffi", que bien sabe por qué el mocito le pregunta cómo le va. Llegaron las noches... Yo no sé qué tienen estos barrios porteños tan tristes en el día bajo el sol, y tan lindos cuando la luna los recorre oblicuamente. Yo no sé qué tienen; que reos o inteligentes, vagos o activos, todos queremos este barrio con su jardín (sitio para la futura sala) y sus pebetas siempre iguales y siempre distintas, y sus viejos, siempre iguales y siempre distintos también.
Encanto mafioso, dulzura mistonga, ilusión baratieri, ¡qué sé yo qué tienen todos
estos barrios!; estos barrios porteños, largos, todos cortados con la misma tijera, todos
semejantes con sus casitas atorrantas, sus jardines con la palmera al centro y unos yuyos
semiflorecidos que aroman como si la noche reventara por ellos el apasionamiento que encierran las almas de la ciudad; almas que sólo saben el ritmo del tango y del "te quiero". Fulería poética, eso y algo más.
Algunos purretes que pelotean en el centro de la calle; media docena de vagos en la esquina; una vieja cabrera en una puerta; una menor que soslaya la esquina, donde está la media docena de vagos; tres propietarios que gambetean cifras en diálogo estadístico frente al boliche de la esquina; un piano que larga un vals antiguo; un perro que, atacado repentinamente de epilepsia, circula, se extermina a tarascones una colonia de pulgas que tiene junto a las vértebras de la cola; una pareja en la ventana oscura de una sala: las hermanas en la puerta y el hermano complementando la media docena de vagos que turrean en la esquina. Esto es todo y nada más. Fulería poética, encanto misho, el estudio- de Bach o de Beethoven junto a un tango de Filiberto o de Mattos Rodríguez.
Esto es el barrio porteño, barrio profundamente nuestro; barrio que todos, reos o inteligentes, llevamos metido en el tuétano como una brujería de encanto que no muere, que no morirá jamás.
Y junto a una puerta, una silla. Silla donde reposa la vieja, silla donde reposa el "jovie". Silla simbólica, silla que se corre treinta centímetros más hacia un costado cuando llega una visita que merece consideración, mientras que la madre o el padre dice: -Nena; traete otra silla.
Silla cordial de la puerta de calle, de la vereda; silla de amistad, silla donde se consolida un prestigio de urbanidad ciudadana; silla que se le ofrece al "propietario de al lado"; silla que se ofrece al "joven" que es candidato para ennoviar; silla que la "nena" sonriendo y con modales de dueña de casa ofrece, para demostrar que es muy señorita; silla donde la noche del verano se estanca en una voluptuosa "linuya", en una charla agradable, mientras "estrila la d'enfrente" o murmura "la de la esquina".
Silla donde se eterniza el cansancio del verano; silla que hace rueda con otras; silla que obliga al transeúnte a bajar a la calle, mientras que la señora exclama: "¡Pero, hija! ocupás toda la vereda".
Bajo un techo de estrellas, diez de la noche, la silla del barrio porteño afirma una modalidad
ciudadana. En el respiro de las fatigas, soportadas durante el día, es la trampa donde muchos
quieren caer; silla engrupidora, atrapadora, sirena de nuestros barrios.
Porque si usted pasaba, pasaba para verla, nada más; pero se detuvo. ¿Quién no se para a saludar? ¿Cómo ser tan descortés? Y se queda un rato charlando. ¿Qué mal hay en hablar? Y, de pronto, le ofrecen una silla. Usted dice: "No, no se molesten". Pero, ¿qué? ya fue volando la "nena" a traerle la silla. Y una vez la silla allí, usted se sienta y sigue charlando.
Silla engrupidora, silla atrapadora.
Usted se sentó y siguió charlando. ¿Y sabe, amigo, dónde terminan a veces esas conversaciones? En el Registro Civil.
Tenga cuidado con esa silla. Es agarradora, fina. Usted se sienta, y se está bien sentado, sobre todo si al lado se tiene una pebeta. ¡Y usted que pasaba para saludar! Tenga cuidado... Por ahí se empieza.
Está, después, la otra silla, silla conventillera, silla de "jovies" tanos y galaicos; silla esterillada de paja gruesa, silla donde hacen filosofía barata ex barrenderos y peones municipales, todos en mangas de camiseta, todos cachimbo en boca. La luna para arriba sobre los testuces rapados. Un bandoneón rezonga broncas carcelarias en algún patio. En un quicio de puerta, puerta encalada como la de un convento, él y ella. El, del Escuadrón de Seguridad; ella planchadora o percalera. Los "jovies", funcionarios públicos del carro, la pala y el escobillón, dan la lata sobre "eregoyenisme". Algún mozo matrero reflexiona en un umbral. Alguna criollaza gorda, piensa amarguras. Y este es otro pedazo del barrio nuestro. Esté sonando Cuando llora la milonga o la Patética, importa poco. Los corazones son los mismos, las pasiones las mismas, los odios los mismos, las esperanzas las mismas.
¡Pero tenga cuidado con la silla, socio! Importa poco que sea de Viena o que esté esterillada con paja brava del Delta: los corazones son los mismos...


Comentario

El idioma de los argentinos - Aguafuertes porteñas - Roberto Arlt

El señor Monner Sans, en una entrevista concedida a un repórter de El Mercurio, de Chile, nos alacranea de la siguiente forma:
"En mi patria se nota una curiosa evolución. Allí, hoy nadie defiende a la Academia ni a su gramática. El idioma, en la Argentina, atraviesa por momentos críticos... La moda del `gauchesco' pasó; pero ahora se cierne otra amenaza, está en formación el `lunfardo', léxico de origen espurio, que se ha introducido en muchas capas sociales pero que sólo ha encontrado cultivadores en los barrios excéntricos de la capital argentina. Felizmente, se realiza una eficaz obra depuradora, en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos".
¿Quiere usted dejarse de macanear? ¡Cómo son ustedes los gramáticos! Cuando yo he llegado al final de su reportaje, es decir, a esa frasecita: "Felizmente se realiza una obra depuradora en la que se hallan empeñados altos valores intelectuales argentinos", me he echado a reír de buenísima gana, porque me acordé que a esos "valores" ni la familia los lee, tan aburridores son.
¿Quiere que le diga otra cosa? Tenemos un escritor aquí -no recuerdo el nombre- que escribe en purísimo castellano y para decir que un señor se comió un sandwich, operación sencilla, agradable y nutritiva, tuvo que emplear todas estas palabras: "y llevó a su boca un emparedado de jamón". No me haga reír, ¿quiere? Esos valores, a los que usted se refiere, insisto: no los lee ni la familia. Son señores de cuello palomita, voz gruesa, que esgrimen la gramática como un bastón, y su erudición como un escudo contra las bellezas que adornan la tierra. Señores que escriben libros de texto, que los alumnos se apresuran a olvidar en cuanto dejaron las aulas, en las que se les obliga a exprimirse los sesos estudiando la diferencia que hay entre un tiempo perfecto y otro pluscuamperfecto. Estos caballeros forman una colección pavorosa de "engrupidos" -¿me permite la palabreja?- que cuando se dejan retratar, para aparecer en un diario, tienen el buen cuidado de colocarse al lado de una pila de libros, para que se compruebe de visu que los libros que escribieron suman una altura mayor de la que miden sus cuerpos.
Querido señor Monner Sans: La gramática se parece mucho al boxeo. Yo se lo explicaré: Cuando un señor sin condiciones estudia boxeo, lo único que hace es repetir los golpes que le enseña el profesor. Cuando otro señor estudia boxeo, y tiene condiciones y hace una pelea magnífica, los críticos del pugilismo exclaman: "¡Este hombre saca golpes de `todos los ángulos'!" Es decir, que, como es inteligente, se le escapa por una tangente a la escolástica gramatical del boxeo. De más está decir que éste que se escapa de la gramática del boxeo, con sus golpes de "todos los ángulos", le rompe el alma al otro, y de allí que ya haga camino esa frase nuestra de "boxeo europeo o de salón", es decir, un boxeo que sirve perfectamente para exhibiciones, pero para pelear no sirve absolutamente nada, al menos frente a nuestros muchachos antigramaticalmente boxeadores. Con los pueblos y el idioma, señor Monner Sans, ocurre lo mismo. Los pueblos bestias se perpetúan en su idioma, como que, no teniendo ideas nuevas que expresar, no necesitan palabras nuevas o giros extraños; pero, en cambio, los pueblos que, como el nuestro, están en una continua evolución, sacan palabras de todos los ángulos, palabras que indignan a los profesores, como lo indigna a un profesor de boxeo europeo el hecho inconcebible de que un muchacho que boxea mal le rompa el alma a un alumno suyo que, técnicamente, es un perfecto pugilista. Eso sí; a mí me parece lógico que ustedes protesten. Tienen derecho a ello, ya que nadie les lleva el apunte, ya que ustedes tienen el tan poco discernimiento pedagógico de no darse cuenta de que, en el país donde viven, no pueden obligarnos a decir o escribir: "llevó a su boca un emparedado de jamón", en vez de decir: "se comió un sandwich". Yo me jugaría la cabeza que usted, en su vida cotidiana, no dice: "llevó a su boca un emparedado de jamón", sino que, como todos diría: "se comió un sandwich". De más está decir que todos sabemos que un sandwich se come con la boca, a menos que el autor de la frase haya descubierto que también se come con las orejas. Un pueblo impone su arte, su industria, su comercio y su idioma por prepotencia. Nada más. Usted ve lo que pasa con Estados Unidos. Nos mandan sus artículos con leyendas en inglés, y muchos términos ingleses nos son familiares. En el Brasil, muchos términos argentinos (lunfardos) son populares. ¿Por qué? Por prepotencia. Por superioridad.
Last Reason, Félix Lima, Fray Mocho y otros, han influido mucho más sobre nuestro idioma, que todos los macaneos filológicos y gramaticales de un señor Cejador y Frauca, Benot y toda la pandilla polvorienta y malhumorada de ratones de biblioteca, que lo único que hacen es revolver archivos y escribir memorias, que ni ustedes mismos, gramáticos insignes, se molestan en leer, porque tan aburridas son.
Este fenómeno nos demuestra hasta la saciedad lo absurdo que es pretender enchalecar en una gramática canónica, las ideas siempre cambiantes y nuevas de los pueblos. Cuando un malandrín que le va a dar una puñalada en el pecho a un consocio, le dice: "te voy a dar un puntazo en la persiana", es mucho más elocuente que si dijera: "voy a ubicar mi daga en su esternón". Cuando un maleante exclama, al ver entrar a una pandilla de pesquisas: "¡los relojié de abanico!", es mucho más gráfico que si dijera: "al socaire examiné a los corchetes".
Señor Monner Sans: Si le hiciéramos caso a la gramática, tendrían que haberla respetado nuestros tatarabuelos, y en progresión retrogresiva, llegaríamos a la conclusión que, de haber respetado al idioma aquellos antepasados, nosotros, hombres de la radio y la ametralladora, hablaríamos todavía el idioma de las cavernas. Su modesto servidor.
Q. B. S. M.

Comentario del texto...

Aldana Agrano - 4º "A" Humanidades.

miércoles, 17 de junio de 2009

Aguafuerte "La madre en la vida y en la novela"

Me acuerdo que cuando se estrenó la película La Madre, de Máximo Gorki, fue en un cinematógrafo aristocrático de esta ciudad. Los palcos desbordaban de gente elegante y superflua. La cinta interesaba, sobre todas las cosas, por ser del más grande cuentista ruso, aunque la tesis... la tesis no debía ser vista con agrado por esa gente.
Pero cuando en el film se vio, de pronto, un escuadrón de cosacos precipitarse sobre la madre que, en medio de una calle de Moscú, avanza con la bandera roja, súbitamente la gente prorrumpió en un grito:
-¡Bárbaros! ¡Es la madre!
Era la madre del revolucionario ruso.
Hay algo de patético en la figura de la madre que adora a un hijo, y de extraordinariamente hermoso. En los cuentos de Máximo Gorki, por ejemplo, las figuras de madres son siempre luminosas y tristes. ¿Y las abuelas? Me acuerdo que Gorki, en La historia de mi vida, describe a la abuela ensangrentada, por los puñetazos del abuelo, como una figura mística y santa. El corazón más duro se estremece frente a esa estampa doliente, mansa, que se inclina sobre la pobre criatura y le hace menos áspera la vida con sus cuentos absurdos y sus caricias angélicas.
En Marcel Proust, novelista también, la figura de la madre ocupa muchas páginas de las novelas Por el camino de Swann y A la sombra de las muchachas en flor.
Aquí, en la Argentina, el que le ha dado una importancia extraordinaria a la madre es Discépolo en sus sainetes. Por ejemplo, en Mateo hay una escena en que la madre, sumisa a la desgracia, se rebela de pronto contra el marido, vociferando
-Son mis hijos, ¿sabes? ¡Mis hijos! ¡Míos!
En Estéfano también la figura de la madre, de las dos madres, es maravillosa. Cuando asistía a la escena, yo pensaba que Discépolo había vivido en el arrabal, que lo había conocido de cerca, pues de otro modo no era posible ahondar la psicología apasionada de esas mujeres que, no teniendo nada en la vida, todo lo depositan en los hijos, adorándolos rabiosamente.
Sin discusión ninguna, los escritores que han exaltado la figura de la madre son los rusos. En El príncipe idiota, de Dostoievski, así como en las novelas Crimen y castigo y Las etapas de la locura, las figuras de madres allí trazadas tocan aún el corazón del cínico más empedernido. Otro gigante que ha cincelado estatuas de madres terriblemente hermosas es Andreiev. En Sacha Yeguley, esa mujer que espera siempre la llegada del hijo que ha sido enviado a Siberia, es patética. ¿Y la madre de uno de Los siete ahorcados? ¿Esa viejecita que sin poder llorar se despide del hijo que será colgado dentro de unas horas? Cuando se leen estas páginas de pronto se llega a comprender el dolor de vivir que tuvieron que soportar esos hombres inmensos. Porque todos ellos conocieron madres. Por ejemplo, el hermano de Andreiev fue el que colocó una bomba en el palacio de invierno del zar. La bomba estalló a destiempo, y ese hombre, con las piernas destrozadas, fue llevado hasta la horca, buscando con sus ojos empañados de angustia a la madre y al pequeño Andreiev, que más tarde contaría esa despedida enorme en Los siete ahorcados.
¿Y qué historia de la revolución rusa no tiene una madre? Encadenadas fueron llevadas a la Siberia; debían declarar contra los hijos bajo el látigo, y los que quedaron no las olvidaron más. De allí esos retratos conmovedores, saturados de dulzura sobrenatural, y que sólo sabían llorar, silenciosamente; ¡tanto les habían torturado los hijos!
Porque, ¿qué belleza podría haber en una mujer anciana si no fuera esa de los ojos que, cuando están fijos en el hijo, se animan en un fulgor de juventud reflexiva y terriblemente amorosa? Mirada que va ahondándose en la pequeña conciencia y adivinando todo lo que allí ocurre. Porque está esa experiencia de la juventud que se fue y dejó recuerdos que ahora se hacen vivos en la continuidad del hijo.
El hijo lo es todo. Recuerdo ahora que en el naufragio del "Principessa Mafalda" una mujer se mantuvo con su criatura ocho horas en el agua. ¡Ocho horas! ¡Ocho horas! Esto no se comprende. ¡Ocho horas! En el agua helada, con una criatura entre los brazos. ¡Ocho horas! Cuando, por fin, le arrojaron un cabo y la izaban, un bárbaro, de un golpe, le hizo caer el hijo al agua, y esa mujer enloqueció. Digo que ante esa madre debía uno ponerse de rodillas y adorarla como el más magnífico símbolo de la creación. El más perfecto y doliente.
Y esta terrible belleza de la madre tiene que desparramarse por el mundo.
Salvo excepciones, el hombre todavía no se ha acostumbrado a ver en la madre sino una mujer vieja y afeada por el tiempo. Es necesario que esta visión desaparezca, que la madre ocupe en el lugar del mundo un puesto más hermoso, más fraternal y dulce.
Yo no sé. Hay momentos en que me digo que esto debe fatalmente ocurrir, que hasta ahora hemos estado viviendo todos como enceguecidos, que hemos pasado junto a las cosas más bellas de la tierra con una especie de indiferencia de protohombres, y que todavía faltan muchos altares en el templo de la vida.
Y como otras muchas cosas, esta exaltación de la madre, esta adoración de la madre, llegando casi a lo religioso, se la debemos a los escritores rusos. Cada uno de ellos, en la cárcel, o en la terrible soledad de la estepa, cayéndose de cansancio y de tristeza, de pronto tuvo, ante los ojos, esa visión de la mujer, "carne cansada y dolorosa", que más tarde, invisiblemente inclinada sobre sus espaldas, les dicta las más hermosas páginas que han sido dadas a nuestros ojos.



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