LA TRAGEDIA DE UN HOMBRE HONRADO
Todos los días asisto a la tragedia de un hombre honrado. Este hombre honrado tiene
un café que bien puede estar evaluado en treinta mil pesos o algo más. Bueno: este hombre
honrado tiene una esposa honrada.
A esta esposa honrada la ha colocado a cuidar la victrola. Dicho procedimiento le
ahorra los ochenta pesos mensuales que tendría que pagarle a una victrolista. Mediante este
sistema, mi hombre honrado economiza, al fin del año, la respetable suma de novecientos
sesenta pesos sin contar los intereses capitalizados. Al cabo de diez años tendrá ahorrados...
Pero mi hombre honrado es celoso. ¡Vaya si he comprendido que es celoso!
Levantando la guardia tras la caja, vigila, no sólo la consumición que hacen sus parroquianos, sino también las miradas de éstos para su mujer. Y sufre. Sufre honradamente. A veces se pone pálido, a veces le fulguran los ojos. ¿Por qué? Porque alguno se embota más de lo
debido con las regordetas pantorrillas de su cónyuge. En estas circunstancias, el hombre
honrado mira para arriba, para cerciorarse si su mujer corresponde a las inflamadas ojeadas
del cliente, o si se entretiene en leer una revista. Sufre. Yo veo que sufre, que sufre
honradamente; que sufre olvidando en ese instante que su mujer le aporta una economía
diaria de dos pesos sesenta y cinco centavos; que su legitima esposa aporta a la caja de ahorros
novecientos sesenta pesos anuales. Sí, sufre. Su honrado corazón de hombre prudente en
lo que atañe al dinero, se conturba y olvida de los intereses cuando algún carnicero, o
cuidador de ómnibus, estudia la anatomía topográfica de su también honrada cónyuge.
Pero más sufre aún cuando, el que se deleita contemplando los encantos de su esposa, es algún
mozalbete robusto, con bigotitos insolentes y espaldas lo suficientemente poderosas como
para poder soportar cualquier trabajo extraordinario. Entonces mi hombre honrado mira
desesperadamente para arriba. Los celos que los divinos griegos inmortalizaron, le
desencuadernan la economía, le tiran abajo la quietud, le socavan la alegría de ahorrarse dos
pesos sesenta y cinco centavos por día; y desesperado hace rechinar los dientes y mira a su
cliente como si quisiera darle tremendos mordiscones en los riñones.
Yo comprendo, sin haber hablado una sola palabra con este hombre, el problema que
está encarando su alma honrada. Lo comprendo, lo interpreto, lo "manyo". Este hombre se
encuentra ante un dilema hamletiano, ante el problema de la burra Balaam, ante... ¡ante el
horrible problema de ahorrarse ochenta mangos mensuales! Son ochenta pesos. ¿Saben
ustedes los bultos, las canastas, las jornadas de dieciocho horas que éste trabajó para ganar
ochenta pesos mensuales? No; nadie se lo imagina.
De allí que lo comprendo. Al mismo tiempo quiere a su mujer. ¡Cómo no la va a
querer! Pero no puede menos de hacerla trabajar, como el famoso tacaño de Anatole France
no pudo menos de cortarle unas rebarbas a las monedas de oro qué le ofrecía a la Virgen:
seguía fiel a su costumbre.
Y ochenta pesos son ocho billetes de a diez pesos, dieciséis de a cinco y... dieciséis
billetes de a cinco pesos, son plata... son plata...
Y la prueba de que nuestro hombre es honrado, es que sufre en cuanto empiezan a
mirarle a la cónyuge. Sufre visiblemente. ¿Qué hacer? ¿Renunciar a los ochenta pesos, o
resignarse a una posible desilusión conyugal?
Si este hombre no fuera honrado, no le importaría que le cortejaran a su propia
esposa. Más aún, se dedicaría como el célebre señor Bergeret, a soportar estoicamente su
desgracia.
No; mi cafetero no tiene pasta de marido extremadamente complaciente. En él todavía
late el Cid, don Juan, Calderón de la Barca y toda la honra de la raza, mezclada a la
terribilísima avaricia de la gente del terruño.
Son ochenta pesos mensuales. ¡Ochenta! Nadie renuncia a ochenta pesos mensuales
porque sí. El ama a su mujer; pero su amor no es incompatible con los ochenta pesos.
También ama su frente limpia de todo adorno, y también ama su comercio, la
economía bien organizada, la boleta de depósito en el banco, la libreta de cheques. ¡Cómo
ama el dinero este hombre honradísimo, malditamente honrado!
A veces voy a su café y me quedo una hora, dos, tres. El cree que cuando le miro a la
mujer estoy pensando en ella, y está equivocado. En quien pienso es en Lenin... en Stalin... en
Trotzky... Pienso con una alegría profunda y endemoniada en la cara que este hombre pondría
si mañana un régimen revolucionario le dijera:
-Todo su dinero es papel mojado.
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